Por: Luis Carvajal Basto
Antes del estatuto orgánico, que hizo posible la Constitución del 91, las formas de corrupción en la ciudad se relacionaban con auxilios, concejales que cogobernaban las empresas públicas y utilización de terrenos no aptos por parte de urbanizadores piratas que recogían votos y plata de familias pobres. Eran los “dueños de Bogotá”.
La cosa ha cambiado, pero no tanto. Los carruseles se refieren a los contratos, sin embargo atrás de ellos se ha configurado un engranaje que no es difícil describir, por lo conocido: ¿Alguien creerá que tanta corruptela se ha podido desarrollar a espaldas de los organismos de control? Sí estos resultan de ternas votadas en el concejo, se abre el camino para el intercambio ilegal de favores, característica primaria del clientelismo y la corrupción.
El asunto se ha complicado en cuanto los partidos no actúan como tales. Sus miembros en cargos de representación son, con notables y contadas excepciones, ruedas sueltas. Las Leyes de bancada siempre permiten singularidades y con frecuencia se ha esgrimido como argumento último la objeción de conciencia. Eso explica la manera en que miembros de la U y otros Partidos, en teoría opositores, han participado en la coalición que gobierna a Bogotá.
Si los Partidos ajustan los controles siempre existe la posibilidad de transfuguismo. Los microempresarios electorales se buscan otro Partido. Los dirigentes de mayor talla, como lo hacen con frecuencia los ex alcaldes, los crean ahorrándose la controversia, el control interno y de opinión. Tal es el caso de Peñalosa y Garzón, ex Liberal, ex comunista, ex polo, ahora verdes, o lo contrario, como el ex concejal y precandidato Luna, ex Peñalosa y ahora Liberal.
Lo que nadie puede creer, a pesar de los notables errores y posibles delitos en la actual administración de Bogotá, es que solo desde 2.008 se inventó el actual modelo de corrupción popularmente conocido como “carrusel”. Denuncias llegadas a los medios, que deben ser constatadas por las autoridades, muestran como los Nule tuvieron continuidad en contratos en las administraciones Mockus y Garzón, por ejemplo.
Como se observa, ahora los “dueños” de Bogotá son otros y la corrupción que nos preocupaba en 1992 ha mutado pero no desaparecido. Bogotá requiere ahora de una nueva reforma Institucional que otorgue más herramientas a la participación y veeduría ciudadanas, profundice la descentralización y mediante la cual personero y contralor sean elegidos por voto popular y no por coaliciones de concejales como ocurre actualmente. A ver si los Bogotanos del común son más dueños, por fin, de su ciudad.
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